viernes, 3 de febrero de 2012

ARTÍCULO PERIÓDICO ABC

ASÍ SE FILOSOFA A RAQUETAZOS
TOMÁS CUESTA - DÍA 31/01/2012


CONFUSOS tiempos estos en los que recurrir a las metáforas resulta imprescindible para esbozar cualquier concepto. En los que las imágenes suplantan al discurso y no sólo lo ilustran sino que lo revelan. En los que ya no cabe establecer distingos entre lo verosímil y lo cierto. En los que, día a día, la grisalla del fárrago abisma el centelleo de la quintaesencia. Claro que si las cosas (Gracián «dixit») no son, a la postre, más que lo que parecen, es lícito apelar al parecido razonable a fin de dar razón de un hecho fehaciente. Es verdad, por ejemplo, que el naufragio de Europa se narra y se condensa en el grotesco pecio de la felicidad «low-coast», en el crucero trágico del drama al sainete. Pero no es menos cierto que, anteayer, en Australia, un español y un serbio dictaron ante el mundo una lección de europeísmo que, aun estando contada, nadie ha tenido en cuenta.

Cinco horas y cincuenta y tres minutos no es la medida de un juego. O lo es, sí, en el sentido pascaliano: el juego es el teatro primordial de nuestras pasiones, aquello sin lo cual no nos soportaríamos, desde luego; también aquello, sin cuya escena no nos sería posible percibir nuestra dimensión moral. Decir que entre Nadal y Djokovic se trabó un espacio épico no es hacer metáfora. No sólo. La apuesta por hacer que cada movimiento sobre la pista tuviera como envite un máximo, fue lo crucial. Un máximo de perfección técnica y de potencia física, sí. Pero también un máximo ético en la entrega hasta el último aliento, allá donde cada uno de los jugadores sabía que la victoria de su oponente era lo mismo que la suya propia: el triunfo de la excelencia. A eso los griegos llamaron areté, virtud guerrera de la cual nacen todas la virtudes y que es lo único que, al fin, vale la pena.

De esa areté nació Europa: de ese cincelar lo mejor, en el cual se cifra un esplendor hoy —¿qué duda cabe?— tan decaído. Aquella Europa que ensalza Paul Valéry, en medio de las tempestades que abren el siglo veinte, cuando todo parece irse a pique. «La oscilación del navío ha sido tan fuerte», tras la Gran Guerra, «que hasta las lámparas más firmemente suspendidas han acabado por venirse abajo». Queda una esperanza al «Hamlet europeo que contempla millones de espectros»: su memoria. Aferrarse a esa intensidad absoluta, a esa esencial mitología de lo mejor: «Allí donde impera el espíritu europeo aparece un maximum de necesidades, un maximum de trabajo, un maximum de ambición, un poder, un maximum de intercambios… Ese conjunto de máximos es lo que constituye Europa (…) y no deja de ser significativo que el Homo europaeusno se defina por la raza, ni por la lengua, ni por las costumbres: la amplitud de la voluntad es lo que le moldea».

Eso fue Europa. Sólo volviendo a serlo, logrará salvarse. «Si Europa despierta, se encontrará, al volver en sí, en una era de furiosas tempestades». Peter Sloterdijk formuló la profecía mientras el paquebote traspasaba el umbral del milenio y, por evitar, quizá, que le tacharan de agorero, se encomendó —y nos encomendó— a la épica: «Adelante, hijos míos, el mar tiembla ante vosotros», gritaba a su tripulación Vasco de Gama en plena zarabanda del océano. Vasco de Gama, sí. Mourinho vino luego.

No hay comentarios: